Ortodoxia de C.K. Chesterton, mis frases favoritas.
Leer Ortodoxia, fue una de las más grandes sorpresas que he tenido este año, se ha vuelto uno de mis libro favoritos. Recomiendo bastante la edición de Rialp que tiene bastantes comentarios útiles, y una traducción espectacular. Comparto mis citas preferidas del genio de Chesterton.
El loco no es el hombre que ha perdido la razón. Es el que ha perdido todo menos la razón.
Tradición significa dar voz y voto a la más oscura de todas las clases sociales, la de nuestros antepasados. Es la democracia de los muertos. La tradición rechaza someterse a la pequeña y arrogante oligarquía de los que, solo por casualidad, siguen sobre la tierra. Todos los demócratas rechazan que se pueda discriminar a una persona por su nacimiento. La tradición rechaza que se pueda discriminar a una persona por su muerte. La doctrina democrática nos enseña a no despreciar la justa opinión de nadie, aunque sea nuestro criado; la tradición nos pide que no despreciemos la justa opinión de nadie, aunque sea nuestro padre. No veo que se puedan separar en ningún caso las dos ideas de democracia y tradición, pues me parece evidente que son la misma idea.
Puede que Dios diga cada mañana al sol: “Hazlo otra vez”; y cada noche a la luna: “Hazlo otra vez”. Puede suceder que no sea la necesidad automática la que hace que todas las margaritas sean iguales; puede suceder que Dios las haga una por una, y no se canse nunca de hacerlas. Puede ser que tenga ese apetito eterno propio de la infancia. Nosotros hemos pecado y envejecido, pero nuestro Padre celestial es más joven que nosotros.
Es una ridiculez argumentar que el hombre es pequeño comparado con el cosmos; porque el hombre es pequeño comparado hasta con el árbol más próximo.
Todo ha sido salvado de un naufragio. Cada persona ha pasado por una tremenda aventura: con un nacimiento prematuro, donde podía no haber sido, como los niños que nunca ven la luz. La gente hablaba mucho en mi niñez de hombres geniales que se habían quedado a medio camino o se habían echado a perder. Era frecuente decir que muchos hombres eran un “Podía Haber Sido Grande”. Para mí, tiene más fundamento y es más emocionante pensar que toda la gente que nos encontramos por la calle es un gran “Podía No Haber Sido”.
Para nuestros gigantescos proyectos de fe y revolución, lo que necesitamos no es un frío compromiso de aceptación del mundo, sino cómo odiarlo con todo el corazón al mismo tiempo que lo amamos con todo el corazón. No queremos que gozo y disgusto se neutralicen y se conviertan en una aceptación malhumorada. Lo que necesitamos es un intenso gozo y un intenso disgusto. Queremos sentir el mundo a la vez como el castillo del ogro que hay que asaltar y como nuestro hogar al que podemos volver al caer la tarde.
Si uno cree que las leyes de la naturaleza son inalterables, no puede creer en ningún milagro en ninguna época. Pero si uno cree que hay una voluntad detrás de las leyes, puede creer en un milagro en cualquier época. Supongamos, por seguir este argumento, que nos encontramos con un caso de curación milagrosa. Un materialista del siglo XI no puede creérselo más que un materialista del siglo XX. Pero un científico cristiano del siglo XX puede creérselo tanto como un cristiano del siglo XI. Depende de la idea que cada uno tenga sobre las cosas.
De todas las iluminaciones posibles, la peor es la que esa gente llama “Luz interior”. De todas las religiones abominables, la peor es la adoración del dios interior.
El cristianismo ha venido al mundo, antes que nada, para afirmar contundentemente que una persona no puede mirar solo dentro, sino que tiene que mirar fuera y que se le garantiza, para su asombro y entusiasmo, la compañía divina y un guía divino. La única gracia de ser cristiano consiste en que uno no queda abandonado a la luz interior, sino que descubre otra luz, maravillosa como el sol, clara como la luna, terrible como un ejército con las banderas desplegadas.
La gente ha caído en la absurda costumbre de hablar de la Ortodoxia como de algo pesado, rutinario y seguro. Pero no ha habido nada tan peligroso y excitante como la Ortodoxia. Es la cordura, y estar cuerdo es más emocionante que estar loco. Es como el equilibrio del conductor tras los caballos a galope tendido, que se inclina a un lado y otro, y en cada postura tiene la gracia de una estatua y la precisión de la aritmética. En sus primeros tiempos, la Iglesia se lanzó a correr decidida y veloz con todos sus caballos de guerra. Por eso, es profundamente antihistórico decir que enloqueció con una sola idea, como un vulgar fanático. Giró a la izquierda y a la derecha, en el momento preciso, para evitar enormes obstáculos. Dejó a un lado la tremenda mole del arrianismo, al que apoyaban todos los poderes mundanos que querían mundanizar el cristianismo. Después viró para evitar un orientalismo que quería separarla demasiado del mundo. La Ortodoxia de la Iglesia nunca tomó el camino establecido ni se acomodó a las convenciones, por eso nunca fue respetable. Hubiera sido más cómodo aceptar el poder terreno de los arrianos. Y hubiera sido más cómodo aceptar el de los calvinistas del siglo XVII para caer en el pozo sin fondo de la predestinación. Es más fácil ser loco y es más fácil ser hereje.
Nietzsche siempre se escabulle de las cuestiones con metáforas físicas, como un descuidado poeta de segunda fila. Dice “más allá del bien y del mal”, porque no se atrevía a decir “mejor que el bien y el mal” o “peor que el bien y el mal”. Si se hubiera enfrentado a su pensamiento sin metáforas se habría dado cuenta de que no tenían sentido. Así, cuando describe a su héroe, no se atreve a decir “el hombre más puro” o “el hombre más feliz” o “el hombre más triste”, porque son ideas y las ideas son tremendamente exigentes.
Progreso debería significar que siempre caminamos hacia la Nueva Jerusalén. Pero ahora significa que la Nueva Jerusalén está cada vez más lejos. No estamos cambiando la realidad por seguir un ideal. Lo que estamos cambiando es el ideal, que es lo más fácil.
El cristianismo me llegaba con la respuesta exacta a lo que estaba buscando. Yo había dicho: «El ideal tiene que ser fijo» y la Iglesia me había respondido: «El mío ha sido fijado antes de que existiera ninguna otra cosa». Y después yo había dicho: «Tiene que estar artísticamente compuesto, como un cuadro». Y la Iglesia me había respondido: «El mío es exactamente un cuadro, porque sé quién lo ha pintado».
El matrimonio cristiano es, precisamente, el mayor ejemplo de un efecto real e irrevocable. Y por eso, es el principal argumento y el centro de toda nuestra literatura romántica. Esto es lo último que yo exigiría, sin falta, a cualquier proyecto de paraíso social: pido que se cumplan mis pactos, que se tomen en serio mis juramentos y compromisos. Y pido a Utopía que vengue mi honor incluso contra mí mismo si no cumplo.
Y había algo que ocultaba a todos cuando subía a la montaña a orar. Había algo que ocultaba constantemente con un repentino silencio o un rápido aislamiento. Había una cosa que era demasiado grande para que Dios nos la mostrara mientras caminaba sobre nuestra tierra. Y he imaginado, a veces, que era su alegría.